El Teatro Real ha inaugurado la temporada con esta obra de Francesco Cilea (1866-1950), una ópera de verismo posverdiano que dedica su hermosa partitura a encumbrar un libreto de lo más enrevesado, en una producción impresionante que refleja la fastuosidad pretenciosa de la monarquía borbónica francesa que traería la revolución medio siglo después. Francesco Cilea forma parte de ese movimiento operístico italiano de querencia realista junto a Pietro Mascagni, Ruggero Leoncavallo, Umberto Giordano o Giacomo Puccini, es un buen exponente del verismo, y este es su mejor trabajo, en cierta manera la despedida del gran melodrama romántico italiano influido por la ópera francesa, sobre todo de Massenet. Ha sufrido cierta marginación por seguir los gustos imperantes de su época y no aportar novedades, pero escuchado hoy gana respeto. Trata de una actriz famosa en su época, Adrienne Lecouvreur, idolatrada hasta por Voltaire por sus interpretaciones de Molière en la Comédie Française. Estamos en el llamado Siglo de las Luces que gozaba sin embargo de oscuridades tenebrosas entre el lujo de arriba y la miseria de abajo. Pero aquí esta última no sale. Solo contemplamos enmarcados en lujo los amoríos de la actriz, su relación con el mariscal Mauricio de Sajonia y su muerte con apenas 38 años, un drama que sirvió de base al libreto de Arturo Colautti para Cilea, y antes a otros tres músicos para otros tantos intentos operísticos hoy totalmente olvidados. La ópera confronta a dos divas mundanas de emociones exacerbadas, la admirada actriz y la anterior amante de Mauricio, la princesa de Bouillon: aman al mismo hombre, y el galán debe favores a esta aunque admira a aquella. Cilea crea una partitura de gran elegancia, que combina la intensidad dramática, la belleza melódica, la exquisita orquestación y una refinada sensibilidad lírica capaz de expresar las complejas...
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