La cercanía es esencial para un buen reportaje pero, a base de aproximarse a la barrera, a veces se traspasa y termina convirtiéndose uno en noticia aunque no lo desee. Eso no está mal si se puede volver victorioso a casa, como me ocurrió a mi en abril de 1979 (El bautismo de fuego y la inmortalidad). Todavía recuerdo el explosivo recibimiento que me propinaron mis ocho hermanos y mis padres cuando crucé la aduana del Aeropuerto de Barajas. Fue tanta la efusión, que el siempre imaginativo Miguel Ángel Aguilar llegó a decirles en tono circunspecto a mis parientes: «Tranquilos… si seguís así va a quedar gracioso en la edición de mañana: reportero español retorna intacto de la guerra y fallece por asfixia tras ser abrazado por sus numerosos parientes.» Si la razón de la fama -siempre efímera- estriba en que te han dado un tiro y has pasado a formar parte del dilatado y heroico contingente de periodistas caídos en acto de servicio, el asunto deja de tener gracia. Hay dos formas tradicionales de morir en la guerra. Una es cuando se lleva poco tiempo y todavía uno no sabe moverse bien (El audaz ‘Bang-Bang Club’). Arturo Pérez Reverte dice que a la mitad de los que mueren los matan en el estreno, sin darles tiempo a aprender trucos útiles como distinguir un disparo de salida de otro de llegada, moverse por una calle donde hay francotiradores, no recortarse en las puertas y ventanas, o saber que cuando hay muchos tiros a la gente le importa un comino que seas periodista. Otra posibilidad, la más frecuente, es caer víctima de la ley de probabilidades. En la guerra casi nunca asesinan a los periodistas, los matan cuando están trabajando en un lugar donde vuelan los balazos, silba la metralla y...
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