En 1978 llegué a la conclusión de que mi etapa de fotógrafo de un diario había concluido. Se aproximaba el momento de dar un salto cualitativo y probar si era capaz de imitar al protagonista de ‘Foreign Correspondent’. En Centroamérica las mujeres no son rubias y hace demasiado calor para lucir una gabardina cruzada, pero era el lugar del mundo donde parecía estar fraguándose una revolución y decidí ir a comprobarlo. Con el talón que me regalo mi madre en un bolsillo y las 100.000 pesetas que recibí por la foto de Fraga en otro, partí hacia el Nuevo Mundo. Me sentía entusiasmado y distinto a todos mis colegas. Iba atraído por el olor acre de la pólvora y el deseo de hacerme famoso. Al llegar a Nicaragua comprobé que otros, de otras nacionalidades y otros orígenes, habían tenido ideas parecidas. Cuando se bucea en la hemeroteca se descubre que ese proceso se repite desde hace doscientos años, desde que William Howard Russell rompió el fuego y puso los cimientos en Balaklava (El miserable antecesor de una tribu desgraciada). Cinco años después de la conclusión de la Guerra de Crimea estalló la Guerra de Secesión norteamericana (1861-65) y mas de mil intrépidos candidatos a reportero acudieron en tropel a cubrir la contienda, cautivados por el afán de riesgo, el lógico deseo de hacer fortuna y la enfermiza ambición de cosechar la gloria. La Guerra de Secesión creó una tremenda demanda de noticias. La circulación de los diarios se disparó hacia arriba y crecieron las ventas. Se incrementaron notablemente los ingresos, pero eran editores de otra pasta diferente a los actuales, y en lugar de repartir dividendos entre sus accionistas y parientes, prefirieron reinvertir sus ganancias y despachar mas reporteros hacia los campos de batalla. Un buen ejemplo de esta tendencia...
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