A finales del siglo XVIII una red de torres cubría buena parte de la hermosa campiña francesa. En lo alto del torreón, apostado en una plataforma y armado de un telescopio, permanecía un hombre cuya misión consistía en recibir y transferir mensajes. Cada plataforma solía estar emplazada en la cima de una colina y se distanciaba de la contigua una docena de kilómetros. Como herramientas de comunicación, cada torrero contaba con tres piezas de madera pintadas de negro, con las que se podían componer diferentes signos. En un día claro, bastaban seis horas para hacer llegar un recado de Estrasburgo a París, que están a más de cuatrocientos kilómetros de distancia. Durante la noche también era posible enviar misivas, pero en lugar de las maderas móviles era necesario recurrir a las linternas y a un laborioso código de señales luminosas. La primera vez que se empleó esta red de torres para difundir un despacho fue el 14 de junio de 1800, cuando los militares franceses informaron a Paris de su rutilante triunfo sobre los austriacos en la batalla de Marengo. Menos de dos décadas más tarde, en 1812, el «semáforo telégrafo» contaba con 220 estaciones, cubría 1.500 kilómetros y permitía a París platicar con Marsella, Brest o Turín. En 1830, de una forma más modesta, operaban «semáforos» similares en Alemania, Italia, los Países Bajos, Rusia, Suecia, Egipto e Inglaterra. Como ocurría en Francia, estaban controlados por el gobierno y tenían una finalidad esencialmente militar. No hacia falta ser una eminencia científica para descifrar el código gubernamental e interceptar los mensajes, y eso fue lo que comenzó a hacer, con fines puramente periodísticos, un joven llamado Charles Havas. El emprendedor Havas había instalado su propio sistema de transmisión en la trasera de un carruaje de caballos, disponía de palomas mensajeras y...
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