Debido a que los comunistas norcoreanos no estaban muy versados en la Convención de Ginebra -les importaba y les sigue importando un comino su contenido-, bastantes corresponsales comenzaron a portar armas igual que llevaban un cuaderno de notas, mientras reporteaban en la Guerra de Corea. Marguerite Higgins se agenció una carabina y hubo quien recurrió a la ametralladora. «Imagínense que un gook salta dentro del puesto -solía explicar el mordaz Fred Sparks, ganador de un Pulitzer-. ¿Que se supone que debo hacer? ¿Sonreír y decirle: Chicago Daily News?» Como ocurre siempre que existe un peligro real, la «tribu» se dividió entre los hombres de «trinchera» y los de «cuartel general» (Fotógrafos de guerra: El audaz ‘Bang-Bang Club’). En sitios como la antigua Yugoslavia -donde el patético desmembramiento de lo que había sido el paraiso del mariscal Josip Broz Tito se prolongó de 1991 a 2006-, se hablaba de «periodistas de hotel» y «periodistas de primera línea», para distinguir entre los que salían a buscar noticias a las zonas calientes y los que consumían la jornada holgazaneando en la hipotética seguridad del Hotel Holiday Inn. Prisioneros fusilados. Entre los de trinchera, que introducían en sus despachos la primera persona del singular para atestar su presencia física en el lugar de los hechos, era inevitable que descollara la sublime Marguerite Higgins, la primera mujer que ganó un Premio Pulitzer. Marguerite Higgins. Escribía para el Herald Tribune, era atractiva, ambiciosa y alardeaba de que no se casaría hasta encontrar «un hombre tan excitante como la guerra». El 15 de septiembre de 1950, decidido a poner un fin rápido y victorioso al conflicto, el expeditivo general MacArthur desembarcó tropas en Inchon, en la costa oeste de la península coreana. El 27 de septiembre, Seúl era reconquistada por los aliados. Pyongyang cayó en manos de...
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