La Compañía Nacional de Danza regresa al Teatro de la Zarzuela con el ballet La Sylphide, estrenado justo hace un año con Joaquín de Luz aún como director artístico, y reestrenado por su sucesora en el puesto, Muriel Romero, con nuevos protagonistas y renovada plantilla dentro de la horma entonces celebrada. Redacción, ECG.- Desde la primera escena, en la que la protagonista que da título a la obra se aparece en sueños al joven James, el personaje de la sílfide representa a la perfección lo que cualquiera de nosotros tenemos en mente cuando pensamos en una bailarina de ballet: ese ser etéreo, mágico y delicado, vestido de tules blancos, encantador e inalcanzable, que flota sobre las puntas de sus pies. El personaje, creado en la primera mitad del siglo XIX por el tenor Adolphe Nourrit para la bailarina Maria Taglione, marcó la historia del ballet: puede decirse que hay algo de sílfide en todas sus protagonistas femeninas posteriores. (Cuenta la leyenda que la Taglione, además, recortó sus largas faldas de tul para que el público pudiera percibir mejor el virtuosismo de su técnica de puntas, algo escandaloso en su momento). En contraste con la escenografía oscura propia de la Escocia romántica en que se ambienta, y los trajes escoceses del resto de los personajes, la sílfide y más adelante su grupo hermanas del bosque aparecen como un sueño luminoso de movimientos armónicos y sincronizados. Es lo que cumple a la perfección con la idea de «ballet romántico» que se promete al espectador. El momento que mejor ejemplifica esta perfección de estética y movimiento es aquel del segundo acto en el que James, que ha seguido a su enamorada al bosque, queda aturdido entre todas sus hermanas, seres igual de bellos que se mueven al compás con la misma gracia que...
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