En una votación realizada por videoconferencia, las 211 federaciones miembros aprobaron una candidatura que, al ser la única en liza, se perfilaba como un desenlace anunciado. Sin embargo, esta decisión plantea preguntas difíciles que van más allá del terreno de juego. Por un lado, no se puede negar que Arabia Saudita ha invertido cantidades astronómicas para consolidarse como un actor clave en el deporte. Desde la adquisición de clubes europeos hasta el fichaje de estrellas del fútbol, el país está utilizando el deporte como una herramienta para proyectar una imagen de modernidad y apertura. Este fenómeno, conocido como «sportswashing«, permite a regímenes autoritarios mejorar su reputación internacional mientras desvían la atención de sus violaciones a los derechos humanos. La elección de Arabia Saudita también pone en evidencia las contradicciones de la FIFA. Mientras la organización declara principios como la inclusión y el respeto, su apoyo a un país con un historial cuestionable en temas como la libertad de expresión, los derechos de las mujeres y el trato a los migrantes genera un choque evidente. ¿Cómo conciliar el ideal del «fair play» con las realidades de un anfitrión que no juega bajo esas reglas fuera del campo? Por supuesto, también hay quienes argumentan que eventos de esta magnitud pueden servir como catalizadores para el cambio. El Mundial de 2022 en Catar, otro país del Golfo criticado por cuestiones similares, fue visto por algunos como una oportunidad para exponer problemas y promover reformas. Sin embargo, queda por ver si el impacto será duradero o si simplemente se trata de una estrategia temporal para silenciar críticas. La ausencia de candidaturas alternativas también refleja la complejidad del panorama actual. Organizar un Mundial es una empresa monumental que no solo requiere recursos financieros, sino también una estabilidad política y una infraestructura avanzada. En un mundo...
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