Ir de rojillo tiene en España muchas ventajas. Y no sólo si ejerces de presunto periodista y te meten a cobrar peonadas en tertulias televisivas, además de echarte paladas de pienso en el pesebre de La Moncloa. Te dan una cátedra en la Universidad Complutense, aunque no seas ni licenciado. Puedes pillar un programa chistoso en RTVE, con un contrato blindado de 24 millones de euros, lo que nos moco de pavo viendo la que esta cayendo. Te soban el lomo El País o la Cadena SER, sale en tu defensa la flatulenta Asociación de la Prensa y hasta eminencias como el tal ‘Quequé’, Barceló o Maraña elogian tu magra obra o te dedican epítetos cariñosos. Cabe, pero sólo en contadas circunstancias, que te gratifiquen con la presidencia de la Agencia EFE o de la televisión pública, aunque el periodismo te pille de refilón o luzcas un escuálido curriculum profesional. Más fácil es que te metan como director de comunicación en Paradores, Renfe o Loterías o a rascarte el nardo en una empresa del Ibex 35, con la excusa de que tienes agenda y te sabes el número de teléfono personal de varios de los que mandan. Hasta es probable que Hacienda te permita tomarle el pelo y simular que tributas en Portugal. Desde el punto de vista económico, es una ganga perfilarse como progre, pero convendrán conmigo en que tiene que resultar agotador. Tu alegarás que son ‘cambios de opinión’, pero militar en la banda de la cáscara amarga implica cabalgar sonrojantes contradicciones. Tienes que defender el retorno del golpista Puigdemont y a la vez pedir que al Rey Juan Carlos se le prohiba instalarse en su Patria. Debes defender como ‘avance social’ el atraco del ‘cuponazo catalán’ y simultáneamante pronunciarte a favor de la ‘solidaridad’ y la ‘redistribución...
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